En un reino muy antiguo. Un
Rey muy supersticioso gobernaba despóticamente a su pueblo. Él escuchaba las
lecciones de un consejero muy cercano, pero de muy mala reputación. De este
personaje – el consejero – se decían infinitas cosas, que era hechicero, que
hacia pactos con demonios y que había entregado su alma a Satanás. Así fue que
en aquellos tiempos el Rey poseía unos de los ejércitos más poderosos de todo
el continente. Sus victorias fueron mitos, sus hazañas se convirtieron en
leyendas. Todo funciono bien, hasta que el pueblo comenzó a exigirle al supremo
más equidad. Los reclamos fueron en aumento y cada vez más profundos.
Todas las noches y las mañanas
el Monarca y su consejero se reunían a solas con el fin de analizar lo que
ocurría en el reino. Obviamente el monarca,- como todos los que se apoderan y
perduran en el poder – era bastante despótico y poco compasivo con su pueblo.
En cambio el consejero era más bien de poco hablar. Se dedicaba a escuchar muy
atentamente las reflexiones del Rey, en varias oportunidades las decisiones del
monarca fueron inoportunas y por ende rechazadas por su pueblo y sus ejércitos.
El consejero que era un
anciano de unos ochenta y tantos años, sabia cuando las decisiones del rey eran
equivocadas, pero callaba, no interfería.
Él prefería opinar solamente cuando el Rey lo solicitaba, de no ser así,
solo acompañaba las decisiones asintiendo con su cabeza sin decir palabra.
Cierta vez el Rey ordeno a
todos los hombre del reino participar en la batalla más grande que llevaría a
cabo su ejército, esta consistía en trasladarse cientos de kilómetros y
abandonar sus familias. Se sabía que el ejército enemigo era superior en
cantidad de soldados, que esta empresa seria una derrota segura y que
debilitaría en demasía al imperio al Rey y que también dejaría sin hombres la
fortaleza.
…... Cierta noche, una
muchedumbre se reunió a los pies del balcón del Rey solicitando que se re vea
esta situación, ya que muchos de los hombres pertenecientes a la fortaleza no
eran soldados entrenados, simplemente eran hombres con oficios comunes en
aquellos tiempos.
El Rey se asomo al balcón y
sin consultar a su consejero se dirigió a los presentes allí:
“Es mi deber como Rey de este
imperio, cumplir con las promesas de mis antepasados, no en vano la sangre de
nuestros hermanos han regado esta región que tanto nos ha costado conseguir.
Como Rey ordeno que mañana a primera hora, cada hombre de este imperio deba
alistarse para formar parte de la cruzada hacia el norte. Allí será nuestro
último destino. Una vez conquistado ese fuerte. Cuando nuestra bandera flamee
en su mástil, podremos decir que nuestro imperio es el más grande de todos.
Solamente cuando derrotemos a este ejército seremos los más poderosos.
Era el deseo de mi padre y
deseo mío. Que así sea.
El anciano consejero, lo
observo. El Rey ingreso y se sentó junto al viejo:
¿Qué opinas Anciano?, ¿Qué te
ha parecido mi discurso?, al pueblo hay que darle ordenes, necesitan alguien
que los guíe. Que les indique el camino. ¿No es así viejo?
El anciano hombre cauteloso
por los años transitados, se acomodo en su butaca de tronco, tomo su báculo,
reflexionó y dijo:
Los grandes Reyes, emperadores
y monarcas serán recordados no solo por sus victorias y hazañas. La historia
los juzgara por su templanza y misericordia para con sus pueblos. Mi reflexión seria que deberías escuchar con
orejas más grandes los reclamos de tu pueblo, de no ser así, solo tendrás
poder, pero carecerás del atributo más deseado por todo gobernante. Respeto.
Aquella noche el rey se retiro
a sus aposentos y el anciano también. En horas de la madrugada antes de que su
ejército despertara para marchar a la batalla, el ejército enemigo ataco de
sorpresa su fortaleza. En pocas horas los invasores controlaban la totalidad de
reino.
En lo alto del castillo se
encumbro la bandera del ejército enemigo.
El Rey derrotado y el
consejero se hallaban encerrados en uno de los calabozos del castillo.
En sus últimos minutos de vida
el Rey increpo al anciano consejero:
Tú sabías que esto pasaría,
porque no me advertiste, eras mi consejero, mi brujo ¿No?
Si mi señor era y soy tu
consejero, no porque tú lo hayas decidido, sino porque los años así lo indican.
Si hubieras escuchado a tu pueblo, tal vez esto no hubiera sucedido. Dijo el
anciano.
Te pido un favor anciano, solo
un favor, no dejes que muera en manos de mis enemigos has algo como para que
este error sirva de experiencia a las generaciones futuras.
El anciano acepto.
Desde aquel tiempo, se
desconoce el paradero de aquel rey, no sucumbió en manos de sus enemigos.
Cuenta la leyenda que el consejero lo convirtió en burro, con orejas bien
grandes, y que desde ese día cada vez que un burro chilla, son los gritos de
perdón de aquel rey que no supo escuchar a su pueblo y sus viejos maestros.
Si aprendiéramos a escuchar,
indudablemente seriamos personas más integras
Autor: Gabriel Cuellar
Autor: Gabriel Cuellar
me gusto muchoo. gracias
ResponderEliminarMuy interesante esta fabula, gracias por compartirla y coincido con el mensaje final.
ResponderEliminarLorena Gonzalez
de Paraguay